DANZA DE LAS SEIS CORREAS
"Puedes bailar, esclava" Dije
Sería la danza de las seis correas.
Dejó caer la seda que la envolvía y se arrodilló ante la gran mesa y mi silla con la cabeza gacha. Llevaba cinco piezas de metal sobre su cuerpo. El collar y los aros que rodeaban sus tobillos y muñecas. De todos ellos pendían pequeñas campanitas. Levantó la cabeza y me miró. Los músicos empezaron a tocar. Seis de mis hombres, cada uno con una correa, se aproximaron a la bailarina. Mantenía los brazos bajos y un poco hacia los dos costados. Las seis tiras se ataron a sus muñecas y tobillos, y las dos restantes a la cintura. Los hombres, cada uno de ellos sujetando una tira, se apartaron a unos dos metros de ella. Tres a cada lado. Estaba aprisionada entre ellos.
Miré a Turra que había sido apresada por los laceros en la isla de Rence. Miraba entusiasmada, como todos los demás.
Sandra, con movimientos felinos, como una mujer desperezándose, extendió los brazos. Los hombres reían. Era como si no supiera que estaba atada. Cuando intentó bajar los brazos a su costado, por un breve instante no lo consiguió; frunció el entrecejo; parecía desconcertada, luego se la permitió moverse a placer.
Dejé escapar una carcajada. Estaba soberbia.
Aún de rodillas, echó la cabeza hacia atrás y con insolencia levantó la mano para quitarse una de las horquillas. De nuevo la correa impidió el movimiento de su brazo durante un instante, a pocos centímetros del cabella. Frunció el entrecejo. Los hombres volvieron a reír. Por fin, unas veces al instante, otras impidiéndoselo, logró soltarse el cabello, aquel hermoso, espeso, largo y negro cabello que estando arrodillada la cubría hasta los tobillos. Luego lo levantó sobre la cabeza, pero las correas apartaron sus brazos y cayó de nuevo, espléndido, sobre su cuerpo. Enojada, luchó por sujetar el cabello sobre la cabeza, pero las correas se lo impedían. Aquel cabello había de caer suelto sobre su cuerpo.
Entonces, aterrada, como si por una vez comprendiera que era una esclava, se puso en pie de un salto y luchó contra las correas al son de la música.
Me dije que nadie podía superar a las bailarinas de Puerto Kar: eran las mejores en todo Gor.
Negra y dorada, temblando y llorando, bailaba al ritmo de la música y de las campanillas de sus muñecas, tobillos y collar a la luz de las antorchas. Giraba, se retorcía, saltaba. A veces parecía libre, pero en realidad, siempre atrapada por aquellas correas, siempre prisionera. De pronto saltaba hacia uno de los hombres, pero los demás no permitían que llegara a él. Trataba de escapar de aquella tela de araña de correas que la atrapaba, pero no lo conseguía.
Por fin, cuando el terror alcanzaba límites incalculables, los hombres tensaron las correas puño a puño hasta que de pronto liaron sus pies y manos con ellas, levantando sobre sus cabezas el arqueado cuerpo de la esclava capturada.
Los hombres gritaban o golpeaban su puño derecho sobre el hombro izquierdo mostrando su complacencia. Había estado realmente sensacional.
Conquistadores de Gor